martes, septiembre 29, 2009

QUE POCO

Que poco dice la voz que canta sin sentir…

parece extraer de la mar de palabras

frases desautorizadas e indeterminadas,

creo, se extravía al intentar fingir.

OCURRENCIAS

Se me ocurre en este preciso instante creer, si creer en todas y cada una de las cosas que me proponen, aunque sean las más injuriosas falacias, pero creer.

Creer como aquel para quien no queda otra opción, algo así como una forzada conversión. Necesito creer en algo o alguien, no puedo resistir una existencia sin algo o alguien de que asirse.

Esa zedilla ya perdida puede significar muchas más cosas que cualquier otro conjunto de símbolos, basta con creer en ella y revivirla, darle una oportunidad de demostrar cuán importante puede llegar a ser, imprimirle unas características sanatorias para el ilusionado espíritu que se acerque a ella ansioso de un remedio moral o de unas dulces píldoras para el aburrimiento.

Se me ocurre, también, que no debería andar pensando en estas chaladas en momentos en que la carga de la existencia me asfixia con un sinnúmero de situaciones que no logro comprender...

Se me ocurre que la única tarea loable del hombre sobre la tierra es soñar, lo demás son subterfugios, taras y tumbas a las que nos hemos acostumbrado por pérfidas intenciones y al amaño y conveniencia de unos pocos que nos han dicho que no podemos parar de hacer, hacer y hacer...

Se me ocurre que podría pasarla soñando a tu lado, pero la fuerza de la costumbre de hacerlo de otra manera me lo impide...

Se me ocurre que debería odiarme a mi mismo por no tener el coraje y la valentía necesarios para odiar sincera y apasionadamente a todo a mi alrededor....

Se me ocurre que la muerte autoinfligida es la salida más digna – o debería decir menos indigna – a todo eso que llamamos vida...

Se me ocurre que creer en otros sin antes creer en sí mismo es la condena que muchos pagamos...

Se me ocurre que podría continuar listando ocurrencias, pero, sin embargo, de poco servirían, porque no son más que fútiles, pendencieras y malogradas palabras...

LA ESCRITURA COMO SOLAZ

Generalmente asumimos que lo literario es cosa de unos pocos seres que se yerguen incólumes sobre nuestras cabezas como dioses idiomáticos, pero, lo que debemos entender es que esos personajes también sufrieron pasiones y decepciones como uno cualquiera de nosotros, eso, sobre todo eso, debemos tenerlo presente, debería cobrar gran importancia, al momento de acercarnos a una lectura. Y es que la ocasión de disfrute se posibilita inconmensurablemente si nos aferramos a la idea de que a quien escribió lo que leemos le correspondió afrontar sus arcanos sentimientos y sensaciones, y, de alguna manera, lo plasmó en lo que escribió y que en un determinado momento nosotros estamos teniendo la posibilidad de leer. Sobre todo, tengamos presente que no siempre las cosas de las que se ocupa la literatura son aquellas trascendentales, heroicas, grandiosas, monumentales y por el estilo; porque esa idea es bastante difundida, creemos con frecuencia que los seres adoptados por la literatura son personajes míticos, - tanto como cualquiera de los habitantes del Olimpo -, son seres extraídos de un mundo mental irreconocible, seres que no podríamos encontrar nunca en nuestro vecindario, personajes con los que si el destino nos hiciese topar no podríamos ni siquiera balbucear una palabra, lo que los hace nuestros dioses literarios; lo otro es que, generalmente consideramos que las situaciones que viven estos seres en las obras literarias son tan especiales que ninguno de nosotros podría, ni siquiera por azar, verse envuelto en una de ellas.

Pero para aquellos, que pese a todo, nos resistimos a la diáfana idea de que esto es así, existen también literatos que nos muestran situaciones cotidianas, matutinas, vespertinas, tan insólitas como las que ocurren en el día a día a nuestro alrededor. Son esas vivencias del diario y normal discurrir del mundo capturadas por lo literatos, las que pretendo traer a consideración en este corto escrito. Veamos, específicamente quiero comentar en torno a dos tipos de situaciones, que bien han servido a la literatura como fuentes de alimentación de fantásticos pasajes, con los cuales una y otra vez nos solazamos; las primeras en comento, son aquellas relacionados con hechos violentos (lamentablemente tan frecuentes en nuestro medio), descarnados, que pululan en nuestro vivir; las segundas, son situaciones tan descaradamente comunes, cotidianas, simples, que sólo unos pocos, unos atrevidos, se dignan elevar a hechos literarios. Adicionalmente, no sólo comentare sobre estos dos tipos de hechos en general, sino que, con todo lo que ello implica, observaremos como algunos literatos los plasman, los muestran, los develan, los miran, desde una perspectiva macabramente irónica, se los hace un gracejo, nos permiten esbozar una sonrisa, o, incluso, lanzar una pertinaz carcajada.

Es el caso, verbigracia, de Salvador Garmendía, por citar alguno, quien a través de sus relatos y crónicas logra capturar con su pluma esas, por que no, triviales y fútiles vivencias de las gentes sencillas y corrientes, de los guerreros indómitos de nuestras insignificantes e irrelevantes aldeas. Garmendía, pues, comenta en sus crónicas de nuestros congéneres, seres ordinarios tanto como nosotros mismos, personajes que diariamente vemos: zapateros, ladrones, meretrices, curas, muchachos tontos y soñadores, maestros severos y bondadosos; también, puede divertirnos con una amena, casi poética, página donde va a describir, elogiar, observar con la lupa del investigador nato, con el ojo al microscopio del estudioso científico, examinará las implicaciones psicológicas y sociales de algo tan humano y corriente como: un pedo, ¡sí!, ¡un pedo!, acompañémosle en un divertido pasaje:

“Pedus, fue el nombre de una divinidad menor y rochelera, perteneciente a la mitología romana, que ejerció sus poderes principalmente en los salones de banquetes, siendo el protector de aquellos maratones gastronómicos, donde nuestros antepasados latinos se consagraron como verdaderos atletas. Las crónicas de entonces nos relatan cómo, mientras el atracón romano iba cogiendo fuerza, augures especialmente adiestrados en técnicas olfativas y a sonoras, husmeaban muy cerca del culamen de los convidados, a la espera de que alguna señal propicia, delicada o robusta según el caso, les permitiera improvisar algunos pronósticos felices[...]

[...]Déjame contarte, sin peos, lo que me sucedió esta mañana – comienza a cotorrearme un amigo -. Yo, como siempre, me levante a las cinco y media, porque yo no tengo peos para pararme tempranito, sabiendo perfectamente cómo es el peo del tráficos en esta ciudad. Me lavé y me afeité con cuidado, porque mi mujer dice que yo dejo el baño en las mañanas vuelto un peo; y aunque eso no es verdad, yo sé que ella, últimamente, tiene metido el peo de la limpieza y como no hay nada peor para un hombre que un peo de su mujer en la mañana, me salí calladito, recogí el periódicos en la puerta, vi que los candidatos seguían en el mismo peo de toda la vida y por último, agarré mi ascensor, feliz de la vida, sin pensar ni remotamente en el tremendo peo que me estaba esperando en la oficina [...]”[1]

Por otra parte, encontramos, tal como ya lo anunciamos, otros autores que prefieren divertirnos con historias un poco macabras, clásicos del mas refinado humor negro, escalofriantes relatos frente a los cuales en ocasiones no sabemos si reír hasta desternillarnos, o, por el contrario, llorar por la magnitud de la desgracia. Sobre este tópico, quiero permitir que sea el alemán Sven Hassel quien nos ilustre lo referido:

“[...] - ¡Beppo! - grita Luigi a la cocina -. Trae una langosta. ¿Te gusta la salsa fuerte? -pregunta al negro, con taimada sonrisa.

- Podría comer fuego, si quisiera.

- ¡Me gustaría verlo! - grita Hermanito -. Yo vi a una que lo hacía en la Reeperbahn, pero era una zorra.

- ¡Un diablo rojo extra número uno! - ordena Luigi, con un destello expectante en la mirada.

Porta se levanta y va a la cocina a ayudar a Beppo.

- Chile -ordena, vaciando todo un bote en la salsa.

Un par de cucharadas de pimienta de Cayena y un chorro de curry negro. Recuerda a tiempo el pimentón.

- Páprika estar llena de vitamina C - dice Beppo, ofreciéndole un bote grande de este condimento.

- Magnífico ingrediente - ríe Porta, mezclándolo con una buena dosis de ajo en polvo.

Beppo no puede contener la risa y casi deja caer las cinco langostas antes de llegar a la mesa.

- ¡Un servicio muy lento! - grita el negro albano.

- Aquí está la salsa especial - dice Porta -, pero estoy seguro de que será demasiado picante para ti. Sólo los blancos podemos con ella.

- Nada es demasiado fuerte para mí - ladra el negro, jactansioso, y, agarrando una langosta, le extrae la carne, rompe las patas con los dientes y deja caer el contenido en la salsa del Diablo Rojo.

Porta le mira con ojos muy abiertos, como quien observa una tentativa de suicidio.

- Llamamos a los bomberos ¿eh? - pregunta Beppo, mirando fijamente a su victima.

El negro se mete la langosta en la boca y traga. De pronto, su cara se vuelve gris y se pone tieso, abre la boca y hace unas muecas horribles. Por un momento, parece que ya está muerto. Trata de hablar, pero ni una palabra brota de sus labios.

Porta le ofrece amablemente el vino.

El negro agarra la jarra y se traga la mitad de su contenido. Ahora es cuando la salsa empieza realmente a hacer efecto. El hombre salta en el aire como un cohete, jadeando; después, corre, trazando círculos; se mete en la cocina y salta por una ventana abierta. Lanza un aullido agudo y prolongado y se detiene un momento junto a la mesa.

Automáticamente, Porta le ofrece la jarra del vino. El negro se traga el resto, y la salsa arde con mil veces más furia que antes.

- ¡A -s--s-s-s-ah! - vocifera el negro, como un lobo herido en la panza.

Se agarra el estomago con una mano y el cuello con la otra. Rueda sobre la espalda y agita las piernas en el aire. La bota italiana de montaña sale despedida. El hombre arquea el cuerpo y se arrastra por la carretera, sobre la espalda, como una serpiente. Después, se pone en pie y salta dentro del río, donde bebe como si quisiera vaciarlo.

Al poco rato, sale del agua y trepa como una cabra montés por un escarpe casi vertical.

- Es sorprendente lo que pueden hacer esos caníbales cuando les viene en gana - exclama Hermanito.

- ¿Qué diablos pusiste en la salsa diablo? - pregunta Luigi.

- Algunos tranquilizantes que le convertirán en un buen chico - sonríe Porta.

Poco después vuelve el negro. Se diría que acaba de cruzar a pie el desierto de Gobi. Les tiende cortésmente la mano.

- ¿Te marchas ya? - pregunta Porta.

- ¡Me vuelvo a libia!

- ¿Por qué? - pregunta Hermanito.

- ¡La comida de aquí no me conviene! [...]”[2]

Como podemos notar, a través de estas dos cortas muestras –tenga presente ante todo eso, que son sólo muestras -, la literatura nos recrea con agraciados pasajes que pasan desde lo mas trivial y baladí a las descripciones más obscuras y aberrantes.

Ya que, por razones que todos conocemos, lamentablemente en algunos casos, en nuestro medio tenemos ocasión de visualizar, cuando no de vivir, situaciones parecidas a las referidas en los cortos ejemplos, tenemos a nuestro alcance “material” para recrear, organizar y escribir nuestras propias y particulares versiones de este tipo de historias. Todo esto, porque en ocasiones creemos no tener nada que decir al momento de sentarnos ante un papel en blanco con el ánimo de escribir, de tal suerte que, el papel permanece en blanco y nosotros nos convencemos de ser incapaces de escribir, y, dejamos de lado nuestro empeño.

Entonces, para terminar, primero, convenzámonos de que siempre tendremos algo que decir, y, segundo, que lo que vayamos a decir no tiene que ser trascendente o elocuente, sino que debemos ponerle empeño, y, de esta manera, podremos hacer de la escritura una ocasión de solaz.

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Notas:

[1] GARMENDIA, Salvador. Crónicas sádicas. Ed. Fuentes / pomaire. Caracas, 1.990.

[2] HASSEL, Sven. La ruta sangrienta. Plaza & Janes editores. Barcelona, España. 1.977.

jueves, septiembre 24, 2009

Duras lides para un lego

Cosa complicada el desafiar la tecnología a punta de ganas, definitivamente se llevan todas las de perder.

Tome por caso suscribirse a un “blog” o tener la osadía de conservar uno, se torna asunto complicado concebir algo sostenible, algo que aporte (aunque sea poco) a quien se tome la molestia de leer las chorradas que se le hayan ocurrido a uno.

“Las primeras palabras son las más difíciles”, se dice uno para consolarse, pero luego se da cuenta cuan equivocado está. Las difíciles no son las primeras, las verdaderamente complicadas son todas, entre otras porque hay que hacerse responsable de lo dicho, no se puede andar derramando palabrerías, vapuleando y denigrando cuestiones sin sentido, sólo por el fatídico “hacerse leer”, algo así como por hacer ruido y “llenar el ciberespacio de materia sin valor”. Basta con dar rápidas miradas a la cantidad de barbaridades y desinformación que ya hay en la red, cuesta muchísimo trabajo diferenciar lo real de lo mítico, queda uno asombrado de la abundancia de la basura digital: datos errados, indicaciones imprecisas, intromisión en la vida ajena, desinformación, secretos y confesiones negligentes, atisbos indolentes, propósitos y despropósitos.

Lo anejo y novedoso se entrelazan en lascivas formas, quedando uno deslumbrado por la danza infatigable, pero irremediablemente perdido.

Esa facilidad para dispersar cuanta carajada se nos ocurre terminará por ahogar nuestra intención de sabernos informados, sucumbiremos ante el volumen monumental de datos sin sentido.

Cuanto más me esfuerzo por permanecer al tanto de los avances, más siento que se nos margina y marginamos a los demás, y esa lucha con crecimiento exponencial terminará por destruirnos. Seremos esclavos de lo que pretendemos gobernar, acusábamos falta de información y ahora denunciaremos imposibilidad de discernir por la abundancia de ella.