miércoles, septiembre 05, 2012

Del poema... ¿?

La poesía es misterio, aunque a veces creemos saber dónde está; es ilusión, aunque esté muriendo; es esperanza, aunque sea vana; es virtud, aunque suscite aberraciones; es, aunque no logremos reconocerla.
La poesía da una libertad incomparable, crea espacios donde todo es posible, es francamente transparente, todo lo hace evidente, enseña su verdad y goza de total identidad.
Cuesta mucho esfuerzo dar paso a cada palabra en un poema, son caminos escabrosos, con dolor intenso, amor efervescente, actos suicidas, muertes tiernas, abandonos fugaces, nacimientos retardados o prematuros, odios sinceros, rencores prestos.
En la poesía todos son actos y sentimientos profundos, intensos, insolentes, no hay espacio para tibiezas.
Pocas veces se escriben poemas para un lector, es decir, raramente se logran poemas a la medida. Obsérvese que hablo de lector, no de destinatario; son diferentes, aunque, en ocasiones, confluyen.
Los poemas en sí mismos se contienen y el lector se requiere para que los acabe. El lector toma el poema y lo descubre, lo rescata, lo aclara, lo establece, lo agrega, lo transforma; hace el poema dándole sentido, multiplicándolo (al poema), lo rehace (el lector al poema) cada vez que lo lee. Un poema sin lector apenas si existe, es una pieza a medio terminar.
Hay poemas con los que es posible entablar diálogos y discusiones; poemas que invitan a cuestionar y poner en duda al poema, a la poesía y a lo poético; poemas como viajes de aventura un poco terribles y a la vez maravillosos.
En ocasiones toma uno un poema:  lo arma y lo desarma, sustituye palabras, suprime algunas, agrega otras; luego lo contempla de nuevo y ve algo tan drásticamente distinto a lo inicialmente concebido que cree haber perdido el que estaba haciendo; y entonces, tiene uno la alegría de estar descubriendo algo totalmente nuevo y ajeno a sus limitaciones, o, se ve uno tan diametralmente opuesto a aquel galimatías que tiene en frente que se siente traicionado, herido en su amor propio, hipócrita y mentiroso. Tiene uno poemas para los cuales por más que se esfuerza no logra encontrar la palabra exacta para relatar vívidamente las imágenes que transitan por los alrededores, cuestiones tan etéreas o tan francamente corrientes y desaliñadas que no es posible nombrarlas válidamente; estos son poemas en los que quedan espacios en blanco (reservados para palabras no encontradas), y, en estos espacios sólo caben con precisión imágenes; esa sustitución deberá hacerla el lector, pues la limitada pericia de quien escribe o la grandeza de las imágenes genera impedimentos para su reducción a simples palabras. Es decir, hay poemas donde al lector le corresponderá reconocer los espacios de palabras no encontradas y recrear las imágenes que no fue posible nombrar; estos son poemas que exigen lectores ávidos de entendimiento, con facilidades para la comprensión, lectores que, en últimas, deberán reemplazar al escritor para ver con nitidez las imágenes de esos blancos espacios y leer esas palabras inexistentes.
Al poema le es insuficiente con la literalidad, un buen poema no debe acabarse jamás. Los buenos poemas deberán ser escritos con cada lectura, al mascullar de las gotas de sudor, las bocas secas y las palabras nunca dichas. Hoy tenemos y reconocemos un orden para la poesía, creemos saber que para lograr algo poético se requieren tres actores y artífices: el escritor – el poema – el lector. No podemos continuar incólumes contemplado como muchos han perdido grandes fortunas poéticas por la porfía de no ver lo que es obvio. No obstante queda latente una tarea descomunal para el poeta, deberá crear - a la par con el poema – los lectores, personajes estos que le son desconocidos y esquivos, pero que invariablemente se requieren para que su creación a medias (el poema) cobre vida siendo terminado.
Entonces, así como el filosofo está llamado a hacernos reflexionar profundamente, el poeta, por su parte, está en la obligación de hacernos terminar su inconclusa obra. Para ello se vale de artificios como son: el generar identidad, despertar sentimientos, hacernos rabiar, apasionarnos, evocar nuestros seres amados, pintarnos aquellos cuadros que no logramos reducir a palabras y que nos conmueven, hacernos pensar en el mañana soñado o en el pasado añorado, darnos ideas de los ulteriores fines que tenemos, en fin, deberá tender un hilo conductor entre su visión y la nuestra, para que nosotros sus lectores logremos añadir aquellos esenciales puntos que apenas sí nos sugiere y sin lo cual su obra jamás estaría acabada.

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