lunes, julio 13, 2009

DEL MAL Y OTRAS BONDADES

Desde el momento en que decidimos hablar del mal estamos atribuyendo a nuestro ser cierta capacidad de divinidad, cierto parentesco con los dioses, para hacernos lo suficientemente buenos y discernir (¿o decidir?) con propiedad qué y cuáles actos y/o personas son buenos de los que no. Partimos, ya equivocados, de la idea de que el mal brota de los malos y sus males, la gran y ridícula paradoja radica en que el mal, por antonomasia, ha surgido de los más altos y calificados ideales, de allí que las guerras fabricadas para derrocar el mal son las peores; crudos ejemplos tiene la historia, los que no vale la pena traer en recordación, ellos en su conjunto tienen algún abanderado dios comandando los ejércitos: Dios del cielo, dios de la tierra, dios dinero, dios poder, dios grande o pequeño pero al fin y al cabo dios…

Si las cosas fueran así de simples, si efectivamente hubiera lugares donde fétidos y desagradables seres se dedicaran a urdir sórdidos planes, a idear maneras de causar el mayor daño posible, ocupados en perpetrar nuevas y mejoradas iniquidades… pues bastaría con aislarlos del resto de bondadosas personas que habitarían a sus alrededores y con toda sencillez destruirlos. Pero resulta que no existe tal imaginaria línea divisoria de buenos y malos, sino que más bien parece una onda imperceptible que comunica infatigable e imparablemente todos las personas, formando una red (que ya bien la desearía cualquier cibernauta empedernido) en la que participamos todos, de tal suerte que no es factible la idea de tan arbitraria separación.

Viene a la mente la palabra horror para intentar describir las encrucijadas en que se ha metido el hombre en su alocado intento de convencerse y convencer a los demás de que es posible identificar plenamente a los malos… El horror es aquello que falto de humanidad conduce al hombre a hacer daño a otros a fin de “prevenir” el daño de otros seres (los malos) para consigo mismo, cuando estos malos congéneres solo existen porque él mismo los proyecta, los hace con todo aquello detestable que lleva dentro. El horror hace que quienquiera que lo reconoce sienta nauseas profundas por las abundantes y detestables características de quien reconoce como (desde ese momento) su aborrecible enemigo, es decir este bondadoso hombre que ve el mal en otros, se va fabricando paulatinamente sus propios demonios, de tal manera que ya no puede cejar en su empeño de “limpiar” el entorno de tanta maldad, pero a su vez los malos a su alrededor se irán multiplicando de vertiginosa manera.

Estos hombres que tan proféticas labores de identificación de malos realizan, con tanto empeño y dedicación, terminan tendiendo los complicados hilos de las marionetas, mismos que se irán multiplicando a medida que se vuelve más experto en identificación sus aborrecibles enemigos (su propio de reflejo de maldad exaltado y potenciado día tras día).

Este eterno ciclo de profetas y malos en continuo redescubrimiento y cambio (de bando incluso), ha ido alimentando un insaciable apetito caníbal, lo que finalmente trae como resultado inevitable un suicidio lento, un suicidio de la humanidad que se materializa día tras día desde hace milenios.

Digamos que el hombre es el único animal capaz de producir masivamente sus propios enemigos, como una manera de escapar a las maldades de su propio ser. Es el hombre juzgador quien a partir de su “mal yo” reprimido, proyecta inconscientemente ese cúmulo de maldad sobre sus enemigos. ¿Un acierto más en la escala del odio? Es así como logramos que nuestras armas sean defensivas, en tanto que las del enemigo son hostiles, nosotros somos justos y verdaderos (estamos acompañados por nuestro vapuleado dios) ellos (los malos), por el contrario, son mentirosos, crueles, injustos… obviamente, son todo lo malo que identificamos en nosotros mismos.

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